Cuando llegó mi turno, subí las escaleras al pequeño cuarto que había sobre la sala de meditación, llamé, se me invitó a entrar, entré y me senté. Hubo unos momentos de silencio. Supongo que ella (la maestra zen) me estaba dando la oportunidad de empezar. Seguí en silencio. Probablemente percibió lo embarazoso de mi situación. Yo era más bien tímido.
Me
miro de una forma muy directa. Era imposible adivinar cómo se sentía, pero yo
percibía amabilidad en sus ojos. Tras lo que me pareció un tiempo larguísimo,
pero que no pudo ser más de un minuto, me ayudó:
“¿Quisieras
comentar alguna cosa?”
En
ese contexto, se trataba de una pregunta muy abierta. Podía haberla considerado
de muchas formas. Podía muy bien haberme servido de pretexto para hablar sobre
ciertas cuestiones técnicas de la práctica meditativa o como una excusa para
hablar de mi vida. Sin embargo, me quedé más paralizado que antes.
“¿Quisieras
comentar alguna cosa?” exigía de algún modo una respuesta que no fuera
meramente un lugar común. Parecía reclamar: “¿Puedes decir algo que sea
definitivamente verdadero? ¿Puedes decirlo ahora?” Aunque mil cosas pasaron
como relámpagos por mi mente, no había nada en mi vida que pudiera superar la
prueba.
Entonces,
fue como si el universo entero viniera a rescatarme. Mi vida se desvaneció y
tan sólo quedamos los dos, sentados cara a cara en un cuarto, en un día frío y
con una ventana abierta que daba a al jardín helado.
“Los
pájaros están cantando”,
dije.
Ella
sonrió.
Fue
un intercambio de ocho palabras en total, pero eso bastó para que la dirección
de mi vida cambiara de manera radical.
(Terapia
Zen, de David Brazier )
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